Poesía e insomne amor a Israel

Judaísmo y universalísmo de Bialik

Por: Bernardo Ezequiel Koremblit

El valor, y la misma substancia, y más aún, la trascendencia de una obra poética residen en el casi yuxtapuesto contacto del poeta con su destino. El genesíaco Rimbaud, el hermético Mallarme, el lírico Schelley, el olímpico Goethe, el teológico Dante, el romántico Byron y -acaso sea este el ejemplo más revelador- el estético, el satánico y un tiempo, en estremecedora simultaneidad, evangélico Baudelaire, ni poetizaban escenas de la insustancial vida real que los circundaba ni ahondaba en otras almas que la suya propia. El sino y el signo del inmenso Jaim Najman Bialik, por mejor y exacto nombre del indimenso Bialik de los Poemas de la pena derramada, lo llevan a crear una obra que ha de responder a ese destino y a esa fatal estrella de una vida signada de una parte por el heroísmo y la desventura y de otra por el entusiasmo y el amor al pueblo de Abraham, con el cual estaba consubstanciado en la alta honda medida que lo están con umbilical vínculo la pasión y la razón en los seres superiores. Nada de lo que es judío es ajeno a este demiúrgico poeta que vive en su espíritu y en su carne el daemon de Israel.

Como nadie lo había hecho ni habría de hacerlo, enfervorizado Bialik canta, pletórico, exultante, pero también con lúcida racionalidad, sus ideales generosos, los apasionados sentimientos que lo animan, el amor a la naturaleza junto con la adhesión al género humano, esto es una pasión de su judaísmo llevada a la efusión de su universalismo, equivalentes de la tierna humanidad que lo distinguía: la ternura, la afección de un judío, la piedad y la solidaridad de una criatura panhumana que abrazaba, con zeta, y abrasaba, con ese, al inhumano genero humano en todas sus dimensiones. El canto oscilante entre la exquisitez de un deliberado tono menor y el arrebato del fervor místico, encontrando resonancias espirituales en cada objeto, en cada situación, en cada criatura, espiritualizándolos. Todo el ideario y las palpitaciones del corazón del fáustico Bialik, que con arte y sabiduría transformaba en música de imágenes de los sentimientos y pensamientos anidados en el alma.

Cuando muera, llorad mi muerte así:

Hubo un hombre y ved ya no está más.

La estrofa de su vida se quebró en la mitad.

¡Ay, dolor!, todavía tenía que cantar.

Y he aquí que hemos perdido su canto para siempre.

En la humildísima aldea de Radi, bucólica región de la provincia de Wolinia en la Rusia del zar y los pogroms, de la inocente vida campestre que los judíos sobrellevaban entre inopias y zozobras, hacía el año impar, no sólo por su cifra sino por los acontecimientos que lo distinguen, de 1873, año en el que el refinado Monet pinta Día de verano, Mussorgsky compone Boris Godunoff , y José Hernández pública Martín Fierro, nace Bialik. La infancia de este niño melancólico y pensativo está llena de esa melodía devota de la educación judía propia de las pequeñas aldeas rusas, con el nobilísimo jeder, la puntualísima santificación del sábado, el estudio del hebreo sagrado y la lectura de los Salmos del rey que cantó y bailó ante el Arca. El padre era el afligido dueño a redopelo de una taberna, tugurio siniestro de vagabundos y canallas donde tenía su maldita sede la hez de una sociedad pueblerina miserable y corrompida. Era un judío piadoso humillado por su “establecimiento”, al que debía someterse para alimentar a la prole que su exánime mujer le había dado. La vergüenza padecida por el padre era observada y sentida por el entristecido Jaim Najman y habría de oprimirlo durante años: una imagen de dolor y abatimiento moral. Cuando el padre fue a ocupar la fosa del más humilde rincón del cementerio de Wolina, el niño sufrió el cuadro cotidiano de una madre que multiplicaba sus exhaustas posibilidades físicas para alimentar a sus hermanos y sostener un hogar al que la miseria desplomaba sin conmiseración. La obra del poeta reflejará ese período de angustia y mesticia con radiográfica fidelidad. Nada escapará a esa suerte de retina plástica y memoria fijadora de la desolación del niño que habría de ser el hombre rico de inspiración poética, del eminente poeta que reviviría en una substancial poesía, una poesía henchida de testimonial elocuencia, aquella experiencia imborrable y vital.

Los pasos sucesivos le demostraron que aun en la tiniebla resplandecen imágenes de luz. En la edad en que todavía era tierno e indefenso es enviado a la casa de su abuelo paterno, traspaso que significaba ir de la calidez maternal a la piedad teologal, de la carne que sufre a la invocación dogmática del amor de Dios. El abuelo es un devoto del Altísimo, consumido por ayunos y penitencias, severo e inflexible, y la llegada del nieto Jaim Najman habrá de dulcificarlo y hará brotar en el corazón el fuego muerto de su propia vida. El asceta culto, conocedor profundo del hebreo, hermeneuta de los textos sagrados y en suma hacán omniscio de toda la esencia y esencialidad judías, fecundará el alma, el entender y el saber de los maravillosos tesoros bíblicos en la mentalidad y el espíritu del muy receptivo Jaim en que ya palpitaba la premonitora necesidad de expresarse con versos, con rimas, con consonancias y asonancias.

Llegando a la edad florecida y frutecida de la juventud, “jenuesse doreé”del poeta encendido en el pabilo del idealismo y la esperanza, Bialik siente como propias la desventura y el dolor, la malhadada suerte de su pueblo, y de ellas son las primeras vislumbres que inspiran su poesía. Otros ilustres corredentores suyos –sociólogos, políticos, científicos, artistas y toda la incontable gama de la actualidad, el arte y la ciencia judíos- compartían con él sentimientos y pensamientos consagrados a la aventura y el destino de Israel, pero en Jaim Najman Bialik se da el antiquísimo proceso anímico-poético: Que es el poeta el que vive ciertos instantes especiales, y éstos son “instantes poéticos” aunque sean experiencia común esa todos los hombres: la única diferencia es que el poeta los recuerda y a él le es dada la preciosa facultad de reencarnarlos en palabras, sonidos, colores, en la “poesis”, la poesía que él tiene el inefable poder de crearlas. ( Podein es en l preciso latín el nombre original de la poesía, y su significado es el de “hacer cosas”).

El”podein” poético no habría de abandonarlo nunca, y haría de él el poeta épico y trágico, el cantor grave y amargo en quien el pueblo judío vería su dulce interprete, su armonioso expositor, su solidario hermano, su panhumano rabino poético en la exaltada manifestación y vivencia a través de los conmovedores y profundos veros propios de raza de la raza de los poetas.

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