Jaime Najman Bialik (1873 – 1934)
La prematura desaparición de Jaime Najman Bialik, el poeta hebreo más representativo de nuestra era, ha causado honda pesadumbre en todas las esferas del judaísmo, donde su nombre era reverenciado como el de muy pocos escritores. La veneración que la masa judía sentía por él no era la simple admiración por un literato, por un poeta. Bialik había salvado gloriosamente las fronteras de la literatura para adquirir los contornos de una figura nacional. Y si bien su producción poética en los últimos años ha sido escasa, su enorme fama, cimentada por su obra anterior, bastó para mantener firme su reputación de poeta excelso. Por lo demás, los escritores sobresalientes, aquellos que se destacan de entre sus coetáneos para penetrar victoriosamente en el reino de los clásicos, no necesitaban de una labor abundante para alcanzar ese grado. A veces su genio se vuelca en una sola obra, suficiente para perpetuar su nombre.
La grandeza peculiar de Bialik, su incorporación a la privilegiada categoría de poetas nacionales, se caracteriza, además, por un hecho sintomático. Pese a su reducida producción poética y al cultivo de un idioma tan impopular como es el hebreo, Bialik fue, sin embargo, el poeta de mayor fama entre los judíos. Lo admiraban incluso aquellos que no lo leyeron en el original y hasta saben de él muchos que no lo han leído en idioma alguno. No era un escritor que necesitase el contacto directo del público para hacerse conocer; su obra ha logrado la admiración del pueblo entero, tanto de las capas cultas como la de la masa ignorante, del mismo modo como el Talmud, por ejemplo, ha merecido la veneración de quienes ni siquiera sospechaban su contenido real. Y es que a semejanza de las grandes creaciones literarias de un pueblo, la obra de Bialik ha dejado de medirse con la vara rutinaria que se aplica a los escritores comunes, para ser apreciada, en cambio, con la medida que se emplea para los próceres.
La fama de Bialik nació a raíz del pogróm de Kischiñew, en 1903, que él cantó, cual otro Jeremías, en forma inusitada, ruda y sarcástica. Más que un poema, “En la ciudad de la matanza” es, en realidad, un formidable rugido que describe en versos de una intensidad abrumadora cuadros horripilantes de la barbarie humana. Robosan sus estrofas de ira acumulada por un pueblo durante generaciones enteras de constantes hollaciones, vilipendian la cobardía nacional y son una sorda protesta contra la injusticia humana y divina. Ya al lado de este agudo grito de dolor, trágico, mordaz, torturante, ha ido tejiendo Bialik, en poemas que son un dechado en su género, las cuitas de su pueblo lacerado, las penurias del joven talmudista que pasa sus años encerrado en el claustro sinagogal, encorvado sobre el Tamud, mientras que afuera la vida se desliza frenética y tentadora. Y paralelamente a estos aspectos adustos de la vida judía, el poeta descubre de pronto que la nota tierna, maternal, cálida, de los juegos infantiles, con sus travesuras y ensueños, con su alegría desbordante y cautivadora, así como el sentimiento del amor sano y popular y la alegría del vivir que produce la contemplación de la naturaleza, todo lo cual contrasta con la sombría existencia de los mayores, impregnadas de angustia y dolor.
Bialik es, fuera de duda, el poeta judío máximo, no sólo de su generación, sino a partir de la Edad Media, desde los tiempos de Judá Halevi, a quien supera en vigor, aunque no en ternura. La poesía judía no ha producido en los últimos siglos un bardo de corte tan profético, de acento tan original, duro en la imprecación, suave en la canción infantil, juguetón en la canción popular, dueño absoluto de los secretos del idioma arcaico, que manejaba con fuerza y gracia, y conocedor, como pocos, de la formidable y enmarañada literatura anterior a él, en todas sus ramificaciones. Y es bueno recordar que su vasta versación en la frondosa literatura hebraica no la utilizaba Bialik para su particular deleite solamente. Por el contrario, gustaba contagiarla a los demás, para lo cual había descendido de su elevado pedestal de poeta para realizar una admirable labor de traductor, compilador y editor.
Prueba elocuente de su tarea de traductor es su versión hebraica del “Quijote”; cincelador magnífico del idioma bíblico, Bialik ha logrado infundir a sus producción un encanto estilístico que algunos equiparan al del mismo Cervantes. Como premio a esta versión, la Academia Española designó a Bialik miembro correspondiente de la docta corporación. En cuanto a sus actividades editoriales, son bien conocidas sus excelentes publicaciones de antiguos escritores hebreos, de variados materiales folklóricos y de textos superiores y elementales, hechos con notable perspicacia y competencia.
Aunque la obra principal de Bialik haya tenido su expresión en lengua hebrea, la poesía idisch le debe también su gratitud. Esta poesía, valetudinaria y quejumbrosa, adquirió de repente, con la aparición de Bialik, un acento de vigor extraordinario, una fuerza hasta entonces desconocida. Los poetas anteriores a él –Frug, Rosenfeld y otros- cantaban con voz ahogada por el dolor; sus versos resonaban como letanías. Bialik, en vez de cultivar la queja milenaria, prorrumpió en gritos henchidos de cólera, en admoniciones proféticas, duras y sarcásticas. La explosión de fuerza y de alegría vital y el tono de iracundia que Bialik infundió a sus poemas en idisch, tuvo la virtud de vigorizar a este idioma bruscamente, convirtiéndolo en instrumento de expresión terso y energético. Bialik representaba en la literatura idisch el súbito despertar de la fuerza que dormita en la sima del volcán y que estalla furiosamente lanzando lava de ira sobre la vegetante vida que pulula en el llano. Sus palabras, ceñidas de tenue manto de odio, rebosan de férvido amor y penetran cual saetas en el corazón lacerado.
Nació Jaime Najman Bialik en la aldea de Radi, provincia de Wolinia, en 1873. Su padre, de oficio tabernero, era un hombre docto, pero de escasa fortuna en sus empresas. Cuando el futuro poeta cumplió los siete años, falleció su padre, que lo inició para el pequeño Jaime Najman una juventud llena de duras privaciones. Sometido a la tutela de su abuelo, judío ultrafanático, el joven Bialik se crió en una atmósfera de severidad y de pobreza. A la edad de doce años puso en evidencia sus extraordinarias facultades intelectuales abordando las obras de los grandes filósofos judeo-españoles, tales como el “Cuzary” de Judá Halevi y el “Guía de los descarriados” de Maimónides, quedando, además, subyugado por la literatura jasídica y cabalística, que influyó poderosamente sobre su sensibilidad. Estudió luego en la célebre academia talmúdica de Wolozhin, de donde salió para consagrarse al comercio y más tarde a la enseñanza hebraica, componiendo de cuando en cuando algunas poesías.
La publicación de sus primeros versos llamó la atención de los intelectuales hebreos, quienes lo hicieron venir a Odesa, donde vivió algunos años sometido a la influencia espiritual del famoso pensador Ajad Haám, y donde dirigió una editorial en sociedad con su compañero Ravnitzky. En 1903, a raíz del pogróm de Kischiñew, visitó esa ciudad y compuso su poema “En la ciudad de la matanza”, primero en hebreo y luego en idisch. Producida la revolución rusa, Bialik, lo mismo que otros escritores hebreos, no pudo amoldarse al nuevo régimen social. Gracias a las gestiones de Máximo Gorki logró salir de Rusia, estableciéndose por algún tiempo en Berlín y Hamburgo, donde reinició sus actividades editoriales, para trasladarse en 1924 a Palestina, radicándose allí definitivamente. En Tel-Aviv, donde residía y una de cuyas calles lleva su nombre, dirigía una importante casa editora y era el centro de la vida espiritual palestinense. La muerte lo sorprendió lejos del centro de sus actividades predilectas, en Viena, adonde había ido para someterse a una operación quirúrgica. Falleció en la capital austríaca el 4 de julio de este año, víctima de un síncope cardíaco.
Publicación Judaica
Año II
Buenos Aires, julio de 1934.
Número 13.