Mi canción
¿Sabes acaso de dónde ha heredado mi canción?
En casa de mi padre moraba un cantor solitario.
Era humilde, ignorado, se ocultaba entre el ajuar de la casa,
habitaba en los agujeros, sus morada eran las oscuras rendijas.
Ese cantor conocía una sola canción,
una canción siempre la misma y de la misma forma.
Cuando mi corazón enmudecía por el dolor,
mientras mi lengua quedaba pegada a mi paladar
y unos amargos sollozos se constreñían en mi garganta,
entonces su canción llegaba hasta mi alma desolada.
Ese cantor era el grillo, el cantor de los pobres.
Mi padre festejaba pobremente la entrada del sábado:
la mesa estaba falta del vino sagrado y de las tortas;
en lugar de los candelabros, empeñados, lucían
una triste luz unas velas, sujetas por medio de fango,
que hacían más soñolientos los muros de la habitación.
Siete niños, hambrientos y algunos ya adormilados,
se sentaban en torno de la mesa, al lado de la madre apenada,
y entonaban la oración de saludo a los ángeles de ministerio,
mientras nuestro padre, abatido de espíritu, confuso como un culpable,
cortaba con un cuchillo lleno de muescas
el trozo de pan negro y la cola de arenque.
Así íbamos masticando, antes de que se cortara
el trozo de pan rociado de sal,
el cacho agrio, deteriorado, insípido,
y lo tragábamos, mezclado con nuestras lágrimas, como pobres desdichados.
Con nuestros cánticos respondíamos a la voz de nuestro padre,
cánticos escapados de un estómago famélico, de un corazón vacío.
Entonces también el grillo se mezclaba a nuestra reunión
y lanzaba su agudo canto desde su oscuro agujero.
En las largas noches del frío invierno
reinaba en casa de mi padre una desolada lobreguez,
en la que el mismo vacío parecía que os contemplaba quietamente
y soñaba una pesadilla como de abominación y de desolación.
Con tan sórdida miseria, con una pobreza tan extremada,
al levantar los siete hijos de la familia su mirada hambrienta
parecía que los muros se consternaban y reprimían sus lágrimas.
Encaramado sobre el horno, el gato mayaba;
en el cajón, nada de pan, ni levadura,
en la olla ningún grano de legumbres ni brasa para calentarse.
Entonces el grillo desde su agujero en el muro
entonaba su canción aguda y monótona,
que roía como gusano mi corazón y hendía mi alma;
no era colérico su canto, ni suave; no invitaba ni a llorar
ni a maldecir, pero era un canto desolado,
desolado como la muerte, como la vanidad de una vida estúpida,
de una vida triste, sin término ni fin.
¿Acaso sabes de dónde provienen mis suspiros?
Mi madre enviudó, sus hijos quedaron huérfanos,
la pena y las congojas fueron las compañeras de su luto;
en su mano se agotaron todos los medios de vida;
paseó su mirada en torno y echó de ver un mundo esquinado,
con viudez y orfandad doquiera sus ojos se posaban.
El tic-tac del reloj parece como si también se hubiera velado
y diríase que incluso las paredes lloraban silenciosamente
y cada rincón meditara sus penas y compasiones.
“¡Señor del mundo _ gemía mi madre_,
sostenme para que no caiga, pues soy una pobre viuda.
Atiende al pan de mis hijos, como atiendes a los míseros gusanos!”
Entonces ella llevaba al zoco el fruto de su esfuerzo y de su sangre.
Al caer la tarde volvía aún con aliento de vida,
y cada moneda que con ella traía estaba como maldita,
amasada con la sangre de su corazón, embebida de amargor.
Cuando regresaba exhausta, con el corazón cansado,
no apagaba su candil hasta el filo de la medianoche,
sus manos no dejaban la aguja, la calceta,
y gemía quietamente en el agobio de su pena.
A cada movimiento de su cabeza y de sus manos
la llama del candil bailaba como temblando,
Como si quisiera decirle: “Te compadezco, desdichada,
es triste que su corazón de madre se marchite en enojos
y que el aliento de tu boca se consuma en maldiciones.”
Cuando se acostaba, largo tiempo bajo su frágil cuerpo
se oía, como si gimiera, su desvencijado lecho
como si fuera a quebrarse por el excesivo peso
y durante largo tiempo llegaba a mis oídos, en mi lecho,
el runor de la recitación de la Shemá, acompañada de suspiros.
Yo oía todas las voces y vagidos que de mi madre se escapaban,
los cuales eran para mi corazón como mordeduras de escorpiones.
Por la mañana, se levantaba con el alba,
Y, en silencio, se ocupaba en ordenar la casa.
Desde mi habitación oscura, desde mi pequeña cama,
a través de la puerta veía su frágil cuerpo
inclinarse sobre la artesa, a la luz de una pobre vela,
mientras sus flacas manos amasaban sin cesar
y vacilaba el banco sobre el que se sustentaba.
Un gemido ahogado y un suspiro desolado se escapaban de ella,
a cada movimiento de la mano mientras iba amasando,
y de ese modo, desde su habitación, nos llegaban sus palabras:
“¡Señor del mundo, socórreme y sostenme!
¿Qué soy yo y qué puedo hacer yo? ¡No soy sino una mujer!”
Y mi corazón me decía, adivinándolo con toda certeza,
que las lágrimas de sus ojos destilábanse sobre la masa de harina,
y cuando por la mañana repartía a sus hijos
el pan que había cocido y había amasado con sus lágrimas,
eran éstas y sus suspiros los que alimentaban mis entrañas.
Jaim Najmán Bialik
Poemas : versión de
Rebeca Mactas de Polak
Editorial Israel Buenos Aires 1949