Un día con Bialik

El 4 de julio se cumplió el 21 aniversario de la muerte de Bialik. JAIM GRINBERG el brillante escritor y orador, ya desaparecido, cuenta en estas páginas cómo se desarrolló la jornada que pasaron juntos en 1924. En un texto que tiene la agilidad de un reportaje y la profundidad de cualquiera de sus ensayos, Grinberg, al consignar sus conversaciones con Bialik que, en la plena madurez de su personalidad, discurre sobre temas judíos y universales, nos acerca quizás más que nadie al espíritu del poeta nacional hebreo, a quien vemos y oímos aquí en toda su humanizada genialidad.

TENEMOS casi todo el día a nuestra disposición –dijo Bialik, después de haber ordenado nuestros efectos en las habitaciones del hotel-. Los demás están ocupados y nadie nos molestará hasta las siete. Salgamos a divertirnos un rato.

Habíamos llegado a Berlín a Leipzig en un asoleado día de enero (1924). Al atardecer debíamos participar en una gran reunión; mejor dicho, era Bialik quien hablaría y yo vertería su colorido hebreo a mi expresivo alemán.

En realidad, no estaba con ánimo de “divertirme” en ese momento, porque aquel día padecía de “pánico al público” y me reprochaba íntimamente por haber aceptado tal misión. Sabía que no podíamos ensayar, porque Bialik alegaba que en primer término no tenía nada que decir, las palabras “surgirían” espontáneamente durante la disertación.

-¿Pero qué quiere decir con eso de “divertirnos”? –le pregunté con curiosidad.

-¡Qué ejemplar de bon vivant me resultó usted! –mofóse Bialik-. Quiere divertirse de acuerdo a un programa previamente trazado, con una agenda… ¿Es usted lituano, por casualidad? Vayamos simplemente a la deriva… Sigamos las huellas… Cada uno de nosotros tiene algo de divertido…

Finalmente, el “seguir las huellas” se convirtió en un errar sin rumbo por Leipzig, desde las once hasta las siete. Nos detuvimos en dos restaurantes y varios cafés; escuchamos a una orquesta vienesa durante el almuerzo y a un coro de Turingia a la hora del té, y sobre todo, conversamos toda la tarde. Teníamos la sensación de no referirnos a ningún tema en especial, saltando de un tópico a otro, sin temer a las paradojas, a las banalidades ni a los absurdos.

Durante el almuerzo, Bialik recordó a la niña de cinco años que había viajado en el tren con nosotros. Estaba enamorado de la rubiecita y lamentaba profundamente no dominar lo bastante el alemán para poder dialogar con la pequeña y entretenerla. La niña retozaba en el coche atestado. Cantó y recitó todas las canciones infantiles que pudo recordar. A cada rato sacaba trozos de chocolate y caramelos de una cajita y pese a las débiles protestas de su madre se meneaba, acompañando sus movimientos con el estribillo de una canción de cabaret, que de alguna manera misteriosa había llegado a la nurse de una culta familia germana de la clase media.

…Un das haben die Maedchen so gerne,

Die im Stuebchen und die im Salon…

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